La Niña de María
Cerca de un enorme bosque vivía un leñador con su mujer. Tenía solamente una hija de tres años. Pero eran tan pobres que no tenían para comer diariamente y no sabían qué podían darle a la niña.
Un buen día se fue el leñador, lleno de preocupaciones, a trabajar al bosque y, cuando estaba partiendo la leña, se le apareció una hermosa mujer de buena estatura, que tenía sobre su cabeza una corona con estrellas relucientes, y le dijo:
—Yo soy la Virgen María, la madre del Niño Jesús; tú eres pobre y estás necesitado; tráeme a la niña, me la llevaré conmigo, seré su madre y cuidaré de ella.
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Ilustración: Heinrich Lefler |
El leñador obedeció, recogió a su hija y se la trajo a la Virgen María. A la niña le fue bien, comía dulces y bebía leche azucarada y sus trajes eran dorados y los angelitos jugaban con ella.
Cuando había cumplido ya los catorce años, la llamó la Virgen María y le dijo.
—Querida niña, yo debo hacer un largo viaje, ten en custodia las llaves de las trece puertas del cielo; doce de ellas puedes abrirlas y contemplar las magnificencias que hay allí, pero la decimotercera, que es la que se abre con esta llavecita, esa te está prohibida. Guárdate bien de abrirla; si no, serás muy desgraciada.
La niña prometió ser obediente, y cuando ya la Virgen María se había ido, comenzó a contemplar las viviendas del reino de los cielos: cada día abría una, hasta que hubo recorrido las doce. En cada una de ellas estaba un apóstol, rodeado de gran lujo, y ella se sentía emocionada con toda aquella magnificencia, y los ángeles, que la acompañaban siempre, se emocionaban con ella.
Ya no le quedaba más que la puerta prohibida, y ella sintió entonces unas enormes ganas de saber qué es lo que estaba escondido allí y dijo a los angelitos:
—No la abriré del todo y tampoco quiero entrar, pero sí quiero entornarla para mirar un poco por la rendija.
—No, de ninguna manera —dijeron los angelitos—; eso sería un pecado. La Virgen María lo ha prohibido y podría ser tu perdición.
Ella se calló, pero la ansiedad que dominaba su corazón no se pacificó, sino que la roía y no la dejaba tranquila. Y una vez que los angelitos se habían ausentado, pensó: «Ahora estoy completamente sola y puedo asomar la cabeza. Nadie sabrá que lo hago».
Buscó la llave y, cuando la hubo metido, le dio también la vuelta. Entonces la puerta se abrió de par en par y allí estaba sentada la Santísima Trinidad rodeada de fuego y esplendor. Permaneció un rato quieta observando todo con admiración; luego rozó un poco con el dedo el brillo, y el dedo se le puso totalmente dorado.
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Ilustración: Oskar Herrfurth |
En ese momento se vio sacudida por un intenso miedo, cerró de un portazo y se marchó corriendo. El miedo no la dejaba, hiciera lo que hiciera, y el corazón le palpitaba de tal manera que no lograba tranquilizarse. También el oro se le quedó pegado al dedo y no se iba, ya podía lavarse y frotarse todo lo que quisiera.
Muy poco tiempo después regresó de su viaje la Virgen María. Llamó a su presencia a la muchacha y le exigió que le devolviera las llaves. Cuando le entregó el manojo de llaves, la Virgen María la miró a los ojos y dijo:
—¿No has abierto la decimotercera puerta?
—No —respondió ella.
Entonces puso la Virgen la mano en su corazón y sintió cómo latía y latía y supo que había desobedecido a su mandato, habiendo abierto la puerta. Volvió a hablar nuevamente:
—¿Estás segura de que no lo has hecho?
—No —contestó la niña por segunda vez.
Entonces vio la Virgen el dedo que se había puesto dorado al haber rozado el fuego divino, se dio cuenta de que había pecado y dijo por tercera vez:
—¿No lo has hecho?
La niña volvió a negarlo por tercera vez. A esto habló la Virgen María.
—No solo no me has obedecido, sino que además me has mentido: tú no eres digna de estar en el cielo.
La niña cayó, entonces, sumida en un profundo sueño y, cuando se despertó, estaba tendida en la tierra en medio de una selva. Quería gritar, pero no pudo emitir el más mínimo sonido. Saltó y quiso huir de allí, pero, a cualquier parte que se dirigiera, siempre era retenida por espesos setos de espinos que ella no podía partir.
En el yermo en el que estaba encerrada había un viejo árbol hueco que tuvo que ser su vivienda. Allí se metía arrastrándose cuando se hacía de noche y allí dormía, y cuando había tormenta y llovía allí encontraba protección; pero era una vida miserable y, cuando pensaba en la maravilla que había sido el cielo y en cómo habían jugado los ángeles con ella, lloraba amargamente.
Raíces y fresas salvajes eran su único alimento y las buscaba todo lo lejos que le estaba permitido llegar. En otoño recogía las nueces caídas y las hojas, y las llevaba a la oquedad. Las nueces eran en invierno su comida y, cuando llegaba la nieve y el hielo, se metía como un pobre animalillo debajo de las hojas para no pasar frío.
Poco tiempo después sus trajes estaban tan destrozados, que se caían de su cuerpo a pedazos. Tan pronto como calentaba el sol, salía y se sentaba ante el árbol y sus largos cabellos la cubrían como si fueran un abrigo.
Así pasó año tras año y ella sentía toda la tristeza y miseria de la vida.
Una vez, cuando los árboles hacían gala de su fresco verdor, fue a cazar el rey del país al bosque y siguió a un corzo y, como este había huido hacia la maleza que rodeaba el claro del bosque, se bajó del caballo y partió la maleza en dos y se hizo un camino ayudándose de la espada. Cuando, por fin, hubo penetrado, vio bajo el árbol a una hermosísima doncella que estaba allí sentada y cubierta por sus cabellos de oro hasta la punta de los pies.
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Ilustración: Oskar Herrfurth |
—¿Quién eres y por qué estás aquí en este yermo?
No dio contestación alguna, puesto que no podía hablar. El rey siguió diciendo:
—¿Quieres venir conmigo a mi castillo?
Ella asintió entonces ligeramente con la cabeza. El rey la cogió en brazos y regresó a casa con ella. Cuando llegó a palacio, hizo que se vistiera con hermosos vestidos y le dio de todo en abundancia. Y aunque no podía hablar una palabra, era tan hermosa y tan encantadora, que se enamoró apasionadamente, y poco después se casó con ella.
Había pasado un año aproximadamente y la reina dio a luz un niño. Por la noche, cuando estaba sola en la cama, se le apareció la Virgen María y dijo:
—¿Quieres decir la verdad y confesar que abriste la puerta prohibida? Si es así yo haré que tu boca se abra y te devolveré el don de la palabra. Si insistes en tu pecado y lo niegas de forma testaruda, me llevaré, entonces, a tu niño recién nacido conmigo.
La reina pareció dispuesta a contestar, pero se quedó cortada y dijo:
—No, yo no he abierto la puerta prohibida
—y la Virgen María le cogió al niño de los brazos y desapareció con él.
A la mañana siguiente, cuando no se pudo encontrar al niño, se extendió un murmullo entre la gente sobre que la reina era una devoradora de hombres y había asesinado a su propio hijo. Ella lo oía todo, pero no podía decir nada en contra. El rey, sin embargo, no quería creerlo de tanto como la amaba. Después de un año volvió la reina a dar a luz un hijo. Por la noche volvió a entrar la Virgen María en la habitación y dijo:
—Si confiesas que has abierto la puerta prohibida, te devolveré a tu hijo y desataré tu lengua. Si persistes en tu pecado y lo niegas, me llevaré también conmigo a este recién nacido.
Entonces volvió a hablar la reina:
—No, no he abierto la puerta prohibida.
La Virgen María le quitó al niño de los brazos y se fue con él al cielo.
Por la mañana, cuando el niño había desaparecido de nuevo, la gente expresó en voz alta que la reina lo había devorado, y los consejeros del rey exigieron que fuera juzgada. Pero el rey la quería tantísimo, que no lo quiso creer y ordenó a los consejeros, bajo pena de muerte, que no se hablara más de ello.
Al año siguiente tuvo la reina una linda hijita; entonces se le apareció, por tercera vez, la Virgen María en la noche y dijo:
—Sígueme.
La cogió de la mano y la condujo hasta el cielo y le enseñó allí a sus dos hijos mayores, que reían y jugaban con la bola del mundo. Cuando la reina se enterneció ante la vista de esto, habló la Virgen María:
—No se te ha enternecido todavía del todo el corazón. Si confiesas que has abierto la puerta prohibida, te devolveré a tus dos hijitos.
Pero la reina contestó por tercera vez:
—No, no he abierto la puerta prohibida.
La Virgen María la hizo bajar, entonces, de nuevo a la tierra y se quedó también con su tercer hijo.
A la mañana siguiente, cuando ya era del dominio público, decían todos en voz alta:
—¡La reina es una devoradora de hombres y tiene que ser juzgada!
El rey no pudo ya callar a sus consejeros. Se le hizo un juicio y, como no podía contestar y defenderse, fue condenada a morir en la hoguera.
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Ilustración: Oskar Herrfurth |
Se apiló leña y, cuando ya estaba atada al poste y el fuego comenzaba a arder a su alrededor, entonces se derritió el hielo del orgullo y su corazón se vio movido por el arrepentimiento. Y pensó: «Si pudiera confesar antes de mi muerte que he abierto la puerta…». En ese momento recuperó la voz y gritó:
—¡Sí, María, yo lo he hecho!
Y en ese mismo instante se puso a llover, y el agua apagó las llamas y sobre ella cayó una luz y la Virgen María descendió, llevando a los dos niñitos a su lado y a la hijita recién nacida en los brazos. Le dijo afectuosamente:
—Aquel que se arrepiente de sus pecados y los confiesa, merece ser perdonado. Y le entregó a los tres niños, desató su lengua y la hizo feliz toda su vida.