La Mesita, el Asno y la Estaca Encantados
![]() |
Ilustraciones: Antología s.XIX |
Hace tiempo había un sastre que tenía tres hijos y solamente una cabra. Pero la cabra, como todos se alimentaban de su leche, necesitaba su buen forraje y tenía que ser llevada diariamente a la pradera. Los hijos lo hacían turnándose.
Un día la llevó el mayor al patio de la iglesia, donde estaban las mejores hierbas, y la dejó comer y saltar. Por la tarde, cuando era hora de regresar a casa, le preguntó:
—Cabra, ¿estás harta?
La cabra contestó:
—Estoy tan harta, que no quiero más hojas, mee, mee.
—Entonces, ven a casa —dijo el muchacho.
La cogió por la cuerda, la llevó al establo y la ató.
—Y bien —dijo el viejo sastre—. ¿Ha tenido la cabra su correspondiente pasto?
—¡Oh! —dijo el hijo—. Está tan harta, que no quiere más hojas.
El padre prefirió convencerse por sí mismo, fue al establo, acarició al querido animal y preguntó:
—Cabra, ¿estás verdaderamente harta?
La cabra respondió:
—¿De qué voy a estar harta? Solo he saltado entre tumbas y no he encontrado ninguna hojita.
—¿Qué oigo? —exclamó el sastre y le dijo al muchacho—: ¡Ah, mentiroso! Dices que la cabra está harta y la has dejado pasar hambre —y en su ira cogió de la pared una vara y lo echó a golpes.
A la mañana siguiente le tocaba el turno al segundo hijo, que buscó un sitio en el seto del jardín donde no había más que buenas hierbas, y la cabra se las comió todas. Por la tarde, cuando quiso ir a casa, le preguntó:
—Cabra, ¿estás harta?
Y la cabra contestó:
—Estoy tan harta, que no quiero más hojas, mee, mee.
—Entonces vámonos a casa —dijo el joven.
La condujo a casa y la ató en el establo.
—Y bien —dijo el sastre—. ¿Ha tenido la cabra su correspondiente pasto?
—¡Oh! —respondió el hijo—. Está tan harta que no quiere más hojas.
El sastre, sin embargo, no quiso fiarse, bajó al establo y preguntó:
—¿Cabra, estás harta?
La cabra contestó:
—¿De qué voy a estar harta? Solo he saltado entre tumbas y no he encontrado ninguna hojita.
—¡Pícaro sinvergüenza! —gritó el sastre—. ¡Dejar pasar hambre a un animal tan noble! —salió y lo expulsó a varazos de la casa.
Por turno le correspondía al tercer hijo, que quiso hacerlo bien y se buscó una maleza con el mejor follaje y dejó que la cabra pastara allí. Por la tarde, cuando regresaban a casa, le preguntó:
—Cabra, ¿estás harta?
La cabra contestó:
—Estoy tan harta, que no quiero más hojas, mee, mee.
—Ven, vamos a casa —dijo el joven.
La llevó al establo y la ató.
—Y bien —dijo el sastre—. ¿Ha tenido la cabra su correspondiente pasto?
—¡Oh! —contestó el hijo—. Está tan harta, que ya no quiere más.
El sastre no se fio de él, fue y dijo:
—Cabra, ¿estás harta?
El malvado animal contestó:
—¿De qué voy a estar harta? Solo he saltado entre tumbas y no he encontrado ninguna hojita.
—¡Oh, saco de mentiras! —gritó el sastre—. Cada uno más descarado y descuidado que el otro. ¡No, no me vais a tomar más el pelo!
—Y lleno de ira salió del establo y le zurró al muchacho con la vara en la espalda con tal fuerza, que este salió corriendo de la casa.
El viejo sastre estaba ahora solo con su cabra. Al día siguiente fue al establo, acarició a la cabra y dijo:
—Ven, mi animalito querido, yo mismo te llevaré a la pradera.
La cogió por la cuerda y la llevó por zonas de ramojos y por todos los sitios donde hay plantas que les gustan a las cabras.
—Ya puedes saciarte por una vez a tu placer —le dijo, y la dejó pastar hasta la tarde. Entonces le preguntó:
—Cabra, ¿estás harta?
Ella contestó:
—Estoy tan harta, que no quiero más hojas, mee, mee.
—Bien, vamos a casa —dijo el sastre, y la llevó al establo y la ató.
Cuando se marchaba, se volvió todavía una vez y dijo:
—¿Por fin estás harta?
Pero la cabra no se portó mejor con él y dijo:
—¿De qué voy a estar harta? Solo he saltado entre tumbas y no he encontrado ninguna hojita.
Cuando el sastre oyó esto, se quedó perplejo y comprendió que había expulsado a sus hijos sin ningún motivo.
—¡Espera, criatura desagradecida! —dijo—. ¡Echarte de aquí es demasiado poco. Te enseñaré a no dejarte ver más entre sastres honorables!
Apresuradamente subió, cogió su navaja barbera, le enjabonó la cabeza y se la esquiló, dejándola tan lisa como la palma de la mano, y como la vara hubiera sido demasiado honrosa para pegarla, cogió el látigo y le propinó tales golpes, que ella se alejó de allí dando enormes saltos.
El sastre, al quedarse totalmente solo en su casa, se vio acometido de una enorme tristeza y le hubiera gustado tener de nuevo a sus hijos. Pero nadie sabía dónde habían ido a parar.
El mayor había entrado de aprendiz con un ebanista. Allí aprendió aplicadamente y feliz y, cuando había pasado el tiempo de aprendizaje y tuvo que marcharse, el maestro le regaló una mesita que no tenía un aspecto demasiado especial y que era de madera corriente, pero tenía una buena cualidad. Cuando se la colocaba en el suelo y se le decía: «Mesita, ponte», entonces la buena mesa, de una vez, se cubría con un mantel limpio y aparecía sobre ella un plato con cuchillo y tenedor al lado de tantas fuentes con estofados y asados como cabían en ella y un gran vaso con vino tinto, de manera que a uno se le alegraba el corazón.
El joven oficial pensó: «Con esto tienes bastante para todos los días de tu vida». Se fue de buen humor a recorrer mundo y no se preocupaba de si una posada era buena o mala y si se podía encontrar algo en ella o no. Cuando le apetecía, no buscaba ninguna, sino que en el campo, en el bosque, en una pradera, donde tuviera ganas, descargaba su mesita de la espalda, se ponía ante ella y decía:
—¡Mesita, ponte!
—Y allí estaba todo lo que podía desear. Finalmente se le ocurrió la idea de regresar a casa de su padre; su ira se habría aplacado y con «mesita, ponte» le volvería a aceptar de nuevo gustosamente.
Sucedió entonces que en el camino de regreso llegó a una posada que estaba llena de huéspedes, le dieron la bienvenida y le invitaron a sentarse y comer con ellos, pues de lo contrario le sería difícil obtener algo.
—No —dijo el carpintero—, esa poca comida no os la voy a quitar de la boca. Es mejor que seáis vosotros mis huéspedes.
Se rieron y pensaron que estaba bromeando con ellos. Pero él colocó su mesita de madera en mitad de la habitación y dijo:
—¡Mesita, ponte!
Al momento se vio llena de alimentos tan buenos como no los hubiera podido traer el posadero y de los cuales les llegó el olor apetitoso hasta la nariz.
—Servios, queridos amigos —dijo el carpintero.
Los huéspedes, cuando vieron lo que había, no se hicieron de rogar dos veces, se aproximaron, sacaron sus cuchillos y se sirvieron abundantemente. Y lo que más les asombraba es que cuando una fuente se había vaciado se colocaba rápidamente otra en su lugar.
Pero el posadero estaba en una esquina observando lo que pasaba sin saber qué decir y pensó: «Un cocinero así bien podías necesitarlo para tu negocio».
El carpintero y sus camaradas estuvieron alegres hasta bien entrada la noche, por fin se fueron a dormir, y el joven aprendiz también se fue a la cama y colocó su maravillosa mesita en la ventana.
Al posadero, sin embargo, no le dejaban tranquilo sus pensamientos; se le ocurrió que en su trastero tenía una mesa vieja que precisamente tenía el mismo aspecto, fue a buscarla con mucho cuidado y la cambió por la mesa maravillosa.
A la mañana siguiente, el carpintero pagó su alojamiento, empaquetó su mesita, sin pensar para nada que fuera falsa y siguió su camino. A mediodía llegó a casa de su padre, que le recibió con gran alegría:
—Bien, querido hijo, ¿Qué has aprendido?
—Padre, me he hecho carpintero.
—Un buen oficio —respondió el viejo—. ¿Pero qué has traído de tus andanzas por el mundo?
—Padre, lo mejor que he traído es la mesita.
El padre la miró por todas partes y dijo:
—Con esto no has hecho ninguna obra de arte, es una mesita vieja y mala.
—Pero es una Mesita, ponte —contestó el hijo—. Cuando la coloco en el suelo y le digo que tiene que ponerse, entonces se cubre con las mejores viandas y un vino que alegra el corazón. Invita a todos los parientes y amigos, que también tienen derecho a gozar de la vida, pues la mesa hace que todos se sientan saciados.
Cuando todos estaban reunidos, él colocó su mesita en el medio y dijo:
—¡Mesita, ponte!
—pero la mesita no se inmutó y permaneció tan vacía como cualquier otra mesa que no entiende el idioma en que le hablan. Entonces el pobre oficial se dio cuenta de que le habían cambiado la mesita y se avergonzó de quedar como un mentiroso. Los parientes se rieron de él y tuvieron que regresar de nuevo a casa sin comer y sin beber.
El padre cogió de nuevo sus trapos y siguió cortando, y el hijo se fue a trabajar con un maestro carpintero.
El segundo hijo había estado en casa de un molinero e hizo el aprendizaje. Cuando ya habían pasado los años necesarios, le dijo el maestro:
—Como te has comportado muy bien, te regalo un asno de clase especial, que no tira de un carro ni carga sacos.
—¿Para qué sirve entonces?
—Escupe oro —dijo el molinero—. Si lo colocas encima de un paño y dices «bricklebrit», entonces te escupe el buen animal piezas de oro por delante y por detrás.
—Eso está bien —dijo el oficial, le dio las gracias al maestro y partió por el mundo.
Cuando tenía necesidad de oro, no necesitaba más que decir «bricklebrit», e inmediatamente llovían piezas de oro y él no tenía más trabajo que levantarlas del suelo. A cualquier sitio donde llegaba todo le parecía bien y cuanto más caro mejor, pues siempre tenía una bolsa llena. Después de haber andado dando vueltas por el mundo durante algún tiempo pensó: «Tienes que ir a ver a tu padre. Si vas con el asno de oro se le olvidará su enfado y te recibirá bien».
Aconteció que fue a parar a la misma posada en la que a su hermano le habían cambiado la mesa. Llevaba su asno del ronzal y el posadero quiso cogérselo para atarlo. El joven oficial, sin embargo, dijo:
—No os molestéis; a mi rucio blanco grisáceo lo llevo yo personalmente al establo y también lo ato yo mismo, pues tengo que saber dónde está.
Al posadero le asombró esto un poco y pensó que uno que tiene que cuidar a su asno personalmente no tendría mucho para gastar, pero cuando el forastero se metió la mano en el bolsillo y sacó dos piezas de oro y le encargó que solamente le comprara algo que fuera bueno, puso los ojos como platos, se marchó y compró lo mejor que pudo encontrar.
Después de la comida, el huésped preguntó qué debía. Al posadero no le dolieron prendas y le dijo que tenía que poner todavía dos piezas de oro. El oficial metió la mano en el bolsillo, pero su oro se había acabado precisamente en aquel momento.
—Esperad un momento, señor posadero, voy a ir a buscar oro —y cogió la servilleta.
El posadero no supo lo que esto significaba, le entró curiosidad, se fue detrás de él y, cuando el huésped cerró la puerta del establo, miró por el agujero de la cerradura. El forastero puso debajo del asno la servilleta, gritó:
«¡Bricklebrit!», y en ese momento empezó el animal a escupir oro por delante y por detrás, de tal manera que caía como una lluvia al suelo.
«Caramba con los miles —pensó el posadero—. Ahí se acuñan pronto los ducados; una bolsa de dinero así no es nada despreciable».
El huésped pagó su deuda y se echó a dormir. Pero el posadero se deslizó por la noche al establo, se llevó al maestro acuñador de allí y ató otro asno en su lugar. A la mañana siguiente, muy temprano, se fue el oficial pensando que llevaba su asno de oro.
A mediodía llegó a casa de su padre, que se alegró de verle de nuevo y le acogió gustosamente.
—¿En qué te has convertido, hijo mío? —preguntó el padre.
—En molinero, querido padre.
—¿Qué has traído de tus andanzas? —Nada más que un asno.
—Asnos hay suficientes —dijo el padre—, me hubiera gustado más una cabra.
—Sí —contestó el hijo—. Pero no es un asno corriente, sino un asno de oro. Cuando digo «bricklebrit», escupe el buen animal un paño lleno de piezas oro. Llama a todos los parientes, los convertiré en gente rica.
—Eso me gusta —dijo el padre—, así no tendré que seguir martirizándome con la aguja.
Salió él mismo saltando y llamó a los parientes. Tan pronto como estuvieron reunidos, les mandó hacer sitio y trajo el asno a la habitación.
—Ahora prestad atención —y exclamó—: «¡Bricklebrit!».
Pero no fueron precisamente piezas de oro lo que cayó y se hizo patente que el animal no sabía nada del asunto. El pobre molinero puso cara larga, vio que le habían engañado y pidió perdón a los parientes, que se fueron tan pobres como habían venido. No hubo otra solución; el viejo tuvo que volver a su aguja y el joven se tuvo que ir con un molinero.
El tercer hermano había entrado de aprendiz con un tornero y, como es un oficio artístico, tuvo un aprendizaje mucho más largo. Sus hermanos le contaron en una carta lo mal que les había ido y cómo el posadero les había quitado, en la última noche, sus objetos maravillosos. Cuando el tornero hubo terminado de aprender y quiso marcharse, le regaló su maestro, porque se había portado bien, un saco y dijo:
—Dentro hay una estaca.
—El saco puedo colgármelo y me puede hacer buenos servicios, pero ¿para qué hay una estaca dentro? Sirve solamente para aumentar el peso.
—Te lo voy a decir —dijo el maestro—: si alguien te hace daño, se dice solamente: «estaca, fuera del saco». Entonces sale la estaca entre la gente y la golpea con tal alegría en la espalda que no se puede mover en ocho días, y no deja de hacerlo hasta que tú dices: «estaca, al saco».
El oficial le dio las gracias, se colgó el saco y, cuando alguien se aproximaba demasiado y quería atacarle, decía:
«estaca, fuera del saco».
Entonces salía la estaca y golpeaba a uno tras otro fuertemente en la chaqueta o chaleco en la espalda sin esperar a que se los quitaran, y todo sucedía de forma tan rápida, que antes de que uno se diera cuenta le tocaba el turno a él.
El joven tornero llegó a la hora de cenar a la posada donde habían sido engañados sus hermanos. Puso su mochila delante de él en la mesa y comenzó a contar todo lo que había visto de maravilloso en el mundo.
—Sí —dijo—, puede uno encontrar una mesita, ponte, un asno de oro y cosas parecidas, cosas magníficas que yo no desprecio, pero todo eso no es nada comparado con el tesoro que yo he conseguido y que llevo conmigo en mi saco.
El posadero aguzó los oídos.
«¿Qué podrá ser? —pensó—. El saco estará lleno de piedras preciosas. Eso también tengo que conseguirlo de forma sencilla, pues no hay dos cosas buenas sin tres».
Cuando llegó la hora de echarse a dormir se extendió el huésped en un banco y se colocó el saco como almohada. El posadero, cuando creyó que el huésped dormía profundamente, se acercó, movió y empujó con mucho cuidado y tiento el saco para quitárselo y poner otro en su lugar.
El tornero había estado esperando esto durante largo tiempo y, cuando el posadero quiso dar un fuerte tirón, gritó:
—¡Estaca, fuera del saco!
Rápidamente salió la estaquita del saco, dándole al posadero en el cuerpo y golpeándole que daba gusto.
El posadero gritaba que movía a compasión, pero cuanto más gritaba tanto más fuerte le golpeaba la estaca en la espalda, hasta que cayó rendido al suelo.
Entonces habló el tornero:
—Si no entregas la mesita, ponte y el asno de oro, comenzará la fiesta de nuevo.
—¡Ay, no! —dijo el posadero apocado—. Devolveré con gusto todo, pero deja que se meta el duende encantado otra vez en el saco.
Entonces dijo el oficial:
—Dejaré que reine la gracia sobre la justicia, pero que te sirva de lección. Luego exclamó:
—¡Estaca, al saco! —y le dejó tranquilo.
El tornero se fue con la mesita, ponte y el asno de oro a casa de su padre. El sastre se alegró de verle de nuevo y le preguntó lo que había aprendido en el extranjero:
—Querido padre —contestó—, me he hecho tornero.
—Un oficio artístico —dijo el padre—. ¿Y qué has traído de tu viaje?
—Un objeto precioso, querido padre; una estaca en un saco.
—¿Qué? —gritó el padre—. ¿Pero vale eso la pena? Eso lo puedes cortar en cualquier árbol.
—Pero no una estaca como esta, querido padre; si digo: «estaca, fuera del saco», salta fuera y baila con todo aquel que no tenga buenas intenciones conmigo un baile tan malo, que no para hasta que el otro está tirado en el suelo y pide compasión.
Ved, con esta vara he conseguido de nuevo la mesita, ponte y el asno que el posadero ladrón les había quitado a mis hermanos. Ahora llámalos e invita a comer a todos los parientes. Quiero que coman y beban y les llenaré los bolsillos de oro.
El viejo sastre no quería fiarse, pero convocó a todos los parientes. Entonces el tornero puso un paño en la habitación, trajo al asno y le dijo a su hermano:
—Bien, querido hermano, habla con él.
El molinero dijo: «¡Bricklebrit!», y al momento saltaron las piezas de oro al paño, como si fuera un chaparrón, y el asno no paró hasta que todos tuvieron tanto que no pudieron llevárselo (ya veo que te hubiera gustado estar allí).
Luego trajo el tornero la mesa y dijo:
—Querido hermano, háblale —y apenas el carpintero había dicho: «Mesita, ponte» ya se había cubierto y se había llenado en abundancia con las más hermosas fuentes.
Entonces se hizo una comida, como el buen sastre no había tenido nunca en su casa, y toda la parentela permaneció reunida hasta la noche y se sentían felices y contentos. El sastre guardó la aguja, el hilo, el metro y la plancha en un armario y vivió con sus hijos feliz y magníficamente.
¿Pero dónde estaba la cabra que era la culpable de que el sastre hubiera echado a sus tres hijos? Te lo diré. Se avergonzó tanto de tener una cabeza calva, que se metió en la cueva de un zorro ocultándose allí. Cuando el zorro llegó a casa le salieron al paso un par de grandes ojos resplandecientes en la oscuridad, lo asustó y salió corriendo otra vez.
Se lo encontró el oso y, como vio al zorro totalmente descompuesto, le dijo:
—¿Qué te pasa, hermano zorro?
—¡Ay! —contestó—. Un animal espantoso está en mi cueva y me ha mirado con ojos de fuego.
—A ese le vamos a echar rápido —dijo el oso.
Fue con él a la cueva y miró hacia dentro, pero, cuando vio los ojos de fuego, sintió también miedo y no quiso tener nada que ver con el horrible animal y tomó las de Villadiego.
La abeja le encontró y noto que no las tenía todas consigo y dijo:
—Oso, tienes una cara verdaderamente penosa. ¿Dónde has dejado tu habitual buen humor?
—Tú puedes hablar así —contestó el oso—, pero en la casa del zorro astuto hay un espantoso animal de ojos saltones y no podemos espantarlo.
La abeja dijo entonces:
—Me das pena, oso. Yo soy un pobre y débil animal al que vosotros no os dignáis mirar a la cara, pero creo que os puedo ayudar.
Voló a la cueva del zorro, se le puso a la cabra en la cabeza totalmente esquilada y la picó con tal fuerza, que ella dio un respingo. Gritó «mee, meee», y corrió de forma tan enloquecida por el mundo que nadie sabe a esta hora dónde ha ido.